José Merino del Río*
La inmensa multitud de la plaza Tahrir festeja el triunfo del pueblo egipcio, mientras el ejército se hace cargo de la situación y pide a la gente que regrese a sus casas.
La caída de Mubarak es un gran acontecimiento, como lo fue antes la de Alí en Tunez. Se abren tiempos de ira y de revuelta en el mundo árabe. Los regímenes corruptos y dictatoriales tiemblan.
También están en movimiento frenético los gobiernos de Estados Unidos, de la Unión Europea, de Israel y de las oligarquías petroleras. Tiempos de agitación e incertidumbre, las cosas no van a ser como antes, pero son las mismas fuerzas progresistas y socialistas árabes las que advierten que no hay que bajar la guardia, para evitar que las cosas cambien sin que nada cambie, ejercicio de gattopardismo en el que las clases dominantes tienen experiencia y maestría.
Ahora, los neoliberales y los elementos más conservadores del establishment de Occidente felicitan a los pueblos de Tunez y de Egipto por su triunfo democrático. Los que han sostenido a estas dictaduras hasta el final, se suben presurosos al carro de una democracia que nunca apoyaron y en la que nunca creyeron, por eso aplauden a los generales egipcios para que restauren la tranquilidad y respeten los intereses geopolíticos del orden neocolonial impuesto a sangre y fuego en esa estratégica región.
Millones de árabes viven en condiciones infrahumanas de pobreza y falta de libertad bajo regímenes criminales y corruptos, mientras monarquías y élites oligárquicas acumulan inmensas fortunas y las ponen a buen recaudo en los paraísos fiscales tolerados y protegidos por las potencias occidentales. Poderosos ejércitos y aparatos policiacos, entrenados y supervisados por los principales gobiernos de la OTAN, consumen los presupuestos que se les roba a la educación y la salud, y reprimen cualquier intento de crítica o resistencia. Son los mismos regímenes que traicionan sistemáticamente al pueblo palestino, y que consideran a las mujeres ciudadanas de tercera categoría, como en Arabia Saudí, por ejemplo, el principal aliado de los Estados Unidos en la región, junto al régimen del defenestrado Mubarak.
Pobreza, desigualdad, represión, humillación, falta de democracia, son los ingredientes que han encendido la mecha de la rebelión que se extiende en el Magreb y Oriente Próximo. Las potencias occidentales lo saben, pero justifican el apoyo a las satrapías corruptas ante el temor del avance del islamismo radical y del terrorismo yihadista. Pura hipocresía. Noam Chomsky recuerda que Estados Unidos y Gran Bretaña, por ejemplo, apoyaron tradicionalmente al extremismo islámico frente al nacionalismo secular y a la izquierda laica; Arabia Saudita, estado islámico fundamentalista, no sólo es su cercano aliado, sino también centro ideológico del terrorismo islámico; igual que Pakistán, otro aliado y fuente de terrorismo desde los tiempos en que Reagan celebraba a la dictadura militar y financiaba a los talibanes que combatían al gobierno afgano apoyado por la Unión Soviética.
Para frenar a las corrientes nacionalistas y socialistas que luchaban, y lo siguen haciendo, por la independencia y el desarrollo de sus países, las potencias occidentales no dudaron en apoyar a las fuerzas islamistas de naturaleza reaccionaria. Así fue en tiempos de Nasser, cuyo sueño era lograr un Egipto independiente económicamente y unir a las naciones árabes frente al imperialismo y al sionismo que fomentaban la división y el inmovilismo neocolonial. El islamismo radical nunca ha sido el problema de fondo. El problema de fondo siempre ha sido impedir que las naciones árabes sean libres e independientes, para que puedan ser dueñas de sus enormes recursos estratégicos y de su dignidad. Cada vez que un gobierno árabe lo ha intentado, sus dirigentes han sido derrocados o asesinados. La apuesta de las potencias occidentales nunca fue por la democracia, sino por el control de los recursos y de las vías estratégicas, y eso lo garantizaban dictaduras entreguistas y corruptas.
El futuro de los pueblos árabes no depende entonces de si los gobiernos serán o no serán de signo islámico. Gobierno islamista o laico no es la cuestión. Lo fundamental será si los nuevos gobiernos lucharán por la dignidad e independencia de sus países, sin aceptar ser empleados de ninguna potencia extranjera; si continuarán con las políticas neoliberales que han empobrecido a la mayoría de sus pueblos, o emprenderán las reformas necesarias para abatir tanta injusticia y corrupción; si acabarán con la represión de las libertades y derechos y apostarán por democracias robustas con ciudadanías activas y respetadas; si continuarán o no permitiendo que siga la tremenda injusticia contra el pueblo palestino, en fin, si contribuirán de verdad a la construcción de una paz justa y duradera en la región fundamentada en unas nuevas relaciones internacionales y en la lucha por una nueva arquitectura geopolítica de otro mundo posible en esta atormentada región.
De momento en Egipto el vacío de poder ha sido ocupado directamente por el ejército. Un ejército considerado entre los diez más grandes del mundo, con medio millón de miembros activos y otro medio millón en la reserva, y con un presupuesto multimillonario alimentado por la ayuda de los Estados Unidos, que sólo en material militar supera los 1.500 millones de dólares anuales. Un ejército cuya cúpula siempre se mantuvo cohesionada alrededor de Mubarak, y al que enviaron finalmente al cubo de la basura, de momento en el retiro de lujo del balneario de Sharm el Seij, cuando se hizo evidente de que el pueblo egipcio no iba a ceder en su firme demanda de poner fin al dictador.
Tanto en Egipto como en el resto del mundo árabe se abren grandes esperanzas, también son grandes las incognitas. La multitud de la plaza Tahrir simboliza el potencial de una rebelión popular portadora de una alternativa de justicia y de libertad. La cúpula militar que pretende canalizar y controlar la transición, representa a quienes obligados a entregar la cabeza de Mubarak, maniobrarán hasta el final para que nada cambie en el esquema de dominación y explotación colonial en la región.
Días decisivos por delante, donde las voces solidarias con los pueblos árabes deben escucharse, frente al griterio hipócrita de esos liberales de pacotilla, que cada vez que sienten que sus chequeras corren peligro recurren sin escrúpulos a la dialéctica de las pistolas y de la fuerza.
* Presidente del Partido Frente Amplio de Costa Rica
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