La crisis de la Covid-19 tiene el
potencial de redirigir la sociedad lejos del capitalismo y el neoliberalismo
hacia una sociedad más centrada en un estado de bienestar y una mayor igualdad.
Cada crisis genera sus formas de
experimentar la vida y, en algunos casos, la muerte. La crisis de la Covid-19
nos permite ver lo peor de los tiempos para vivir y morir, pero también abre
algunas posibilidades para imaginar tiempos mejores. Esta crisis está
transformando nuestras formas de imaginar el mundo y de vivir en el mundo. Por
eso, esta no es una crisis sanitaria, como le han llamado algunas personas. La
pandemia del coronavirus tiene el potencial del convertirse en una crisis
civilizatoria que podría trastocar las relaciones sociales, las formas de
organización de la producción, el papel de los estados, las vías que ha tomado
la globalización neoliberal y hasta el lugar de los humanos en la historia y en
la naturaleza.
Esta crisis también ha dejado al
descubierto algunas facetas del capitalismo que a veces quedan ocultas bajo los
discursos coloniales, racistas, sexistas o de la supuesta eficiencia asociada a
las ideologías del achicamiento del estado. En primer lugar, la crisis nos
permite ver claramente la fase asesina del capitalismo. Esa siempre ha sido una
de las características del capitalismo, cuyas técnicas de devaluación extrema
de la vida producen cuerpos vulnerables a la marginación, la
instrumentalización e incluso la muerte.
Sin embargo, la situación es muy
diferente cuando se llena de cadáveres una pista de hielo en Madrid o se abre
una fosa común en un parque de Nueva York a cuando los muertos son migrantes
africanos en el Mediterráneo o personas de Centroamérica cuyos restos quedan desperdigados
en la ruta letal hacia los Estados Unidos. El estado de alarma y la conciencia
sobre la muerte y la vulnerabilidad se agudizan entonces cuando los muertos
están más cerca de los centros de poder. Es probable que los 70 camiones
militares sacando los cadáveres de Bérgamo contribuyan más a la visibilización
de la fase letal del capitalismo que los cuerpos quemados de las calles de
Guayaquil.
Estas nuevas manifestaciones de
las mortandades producidas por el sistema han llevado incluso a una redefinición
de ciertos espacios públicos y privados. Espacios como las pistas de patinaje
sobre el hielo o los parques, antes lugares para el esparcimiento y la
diversión, ahora son convertidos en morgues o en cementerios. Han surgido con
fuerza también formas extremas de privatización de la vida que se ven
reflejadas en la reciente expansión del mercado para la compra de islas
solitarias, castillos, bunkers o grandes yates, producto del interés de los más
privilegiados por aislarse y alejarse lo más posible de los cadáveres.
Cadáveres, por cierto, generados también por las formas de organización de la
producción y condiciones de explotación de sus empresas, por sus formas de
hacer negocios y de obtener ganancias desmedidas.
Otra redefinición muy
problemática de lo público propiciada por esta crisis tiene que ver con el
trabajo de las organizaciones criminales (mafia, camorra, maras, carteles) en
países como Italia, México, El Salvador y Brasil distribuyendo alimentos,
medicinas, jabón y hasta desinfectando comunidades abandonadas a su suerte por
los gobiernos. Estas organizaciones, que juegan un papel importante en la
operación de la necropolítica, en esta crisis han empezado a ocupar el espacio
público que los estados han dejado vacío, sobre todo en territorios vulnerables
y empobrecidos, y a solidificar su condición como poderes de facto, lo que
podría tener graves consecuencias para la gobernabilidad democrática en el
futuro.
La crisis provocada por la
Covid-19 está mostrando también las décadas de abandono de los sistemas
públicos de salud
Por otra parte, la fase asesina
del capitalismo también ha quedado en evidencia en las políticas
cuasi-eugenésicas de algunos países, como Suecia, por ejemplo, que no va a
admitir en unidades de cuidados intensivos a personas mayores de 80 años
enfermas de Covid-19 o a personas de entre 60 y 80 con condiciones previas de
salud. Asimismo, esta fase del capitalismo se materializa en la práctica de
algunos municipios de España de no llevar a los hospitales a las personas enfermas
que residen en centros de ancianos, lo cual ha sido denunciado de forma
repetida por las familias de las personas fallecidas.
En el caso de Centroamérica,
podemos ver el ejemplo del gobierno de Nicaragua, que, con una política
negacionista similar a la de Trump o Bolsonaro, -a pesar de estar supuestamente
en las antípodas ideológicas de esos presidentes-, ha decidido no hacer nada
contra la pandemia para que se muera quien se tiene que morir. Un elemento
importante en relación con estas políticas letales es que si bien muchos de los
primeros contagiados fueron personas de los sectores privilegiados, con
capacidad de viajar y de tomar vacaciones en otros países, la expansión
posterior del virus se ha dirigido a los de siempre: los viejos y débiles, los
negros y latinos en Estados Unidos, las poblaciones indígenas y las personas
trabajadoras de los sectores más explotados, convertidos ahora en “trabajadores
esenciales.”
Por el momento, el reconocimiento
para estos trabajadores y trabajadoras es principalmente simbólico. Es decir,
se les otorgó un nuevo adjetivo en la escala de valor social, en algunas
ciudades se les aplaude por cinco minutos todas las noches, pero no se les
ofrecen ni mejores salarios, correspondientes al riesgo y al servicio que
ofrecen manteniendo a la civilización en funcionamiento, ni condiciones mínimas
de seguridad para ejercer sus empleos. Siguen siendo las mismas vidas
despreciadas que el capitalismo siempre ha usado y descartado, solo que ahora
elevadas en términos retóricos a la categoría de “esenciales.”
Los sistemas de salud y el
biopoder
La crisis provocada por el
Covid-19 está mostrando también las décadas de abandono de los sistemas
públicos de salud, la privatización de los mismos, la precarización del trabajo
y la erosión de los derechos laborales. De hecho, el desmantelamiento de la
salud pública, la privatización y la externalización de los servicios están
entre los principales responsables de la gran mortalidad.
En este contexto surge un
discurso utilitario de gerenciamiento de la crisis y de lo público. Lo que hay
que proteger, dicen, es el sistema de salud para que no colapse. ¡Y algunas
personas de ingenuas pensábamos que lo que había que proteger era la vida! Es
evidente que para proteger la vida hay que proteger los sistemas de salud, pero
llama la atención el orden del discurso y los énfasis. El discurso, tal y como
se ha enunciado en la mayoría de los países, en realidad sugiere que las
medidas de confinamiento no se establecen para proteger la vida, sino para no tener
que atender a mucha gente en los servicios de salud. El mandato es para
quedarse en casa y, de ser posible, recuperarse o morir allí, o en una
residencia para ancianos, con el fin de no gastar muchos recursos en personas
que ya de por sí son consideradas como descartables.
El mandato del confinamiento
también pone de manifiesto una política homogenizante que no toma en cuenta las
desigualdades ni las diferentes formas de vulnerabilidad. Es una política de
vigilancia y micro-gerenciamiento de los cuerpos asumiendo la existencia de una
población con las mismas opciones, posibilidades de vida y acceso a recursos.
Una política así solo puede aumentar la precarización, el hambre e incluso
aumentar el riesgo al contagio a menos de que esté acompañada de medidas
redistributivas que asignen una renta básica vital para todos y todas los que
no pueden asumir el costo del confinamiento ni responder a los discursos,
supuestamente altruista, de la protección del bien común y la salud pública que
acompañan al eslogan de “#QuédateEnCasa”.
Ahora que inician las medidas de
desconfinamiento en muchos países, es evidente que esas medidas tampoco
deberían ser planteadas de forma homogenizante, sin reconocer que hay grupos
más proclives al contagio y a morir, por su historia vital, por las condiciones
materiales de su existencia, por las condiciones en las que transitan las
ciudades y por el tipo de trabajos que desempeñan.
Las acuciantes necesidades de
acceso a la salud, de contar con sistemas públicos competentes y políticas
redistributivas, puestas ahora en evidencia por la pandemia, han generado una
renovada demanda por estados de bienestar que respondan a las necesidades
diferenciadas de la población y que contribuyan a la redistribución social y
económica. Mientras que esas demandas están siendo puestas en la palestra
pública por diversos sectores, al mismo tiempo se están reforzando las
características más autoritarias y controladoras de los estados. La crisis está
ofreciendo nuevas justificaciones para la implementación de medidas represivas
y nuevas formas de coerción política y social.
Las medidas de confinamiento han
permitido una discusión bastante generalizada sobre la naturaleza del espacio
doméstico
Centroamérica es un ejemplo de
eso, con los gobiernos de El Salvador, Honduras y Guatemala, reviviendo el
repertorio represivo del pasado e imponiendo estados de excepción. De esta
forma, se radicalizan los aparatos de control biopolítico ya no en nombre de la
seguridad nacional sino de la salud pública. Las detenciones arbitrarias por
parte del gobierno de El Salvador a mujeres que salen a conseguir alimentos por
no llevar una lista de compras o a una madre que acompañaba a su hijo a usar un
servicio sanitario ubicado fuera de la casa, son ejemplo de la amplificación de
las nuevas medidas coercitivas implementadas.
La novedad de estas situaciones
es que el miedo a la muerte o a la enfermedad hace que muchas personas acepten
estas condiciones extremas de biocontrol sin protestar. Y no solo que las
acepten, sino que las demanden de sus gobiernos. Incluso, hay una voluntad
explícita en algunos y algunas de convertirse en parte activa de los mecanismos
de control al reportar a la policía a las personas que no se ajustan a las
reglas del confinamiento. En el caso de Centroamérica, personas que vivieron en
dictadura y que se revelaron frente a los poderes represivos de los estados,
ahora se someten temerosas a los mecanismos sin precedentes de control social.
El temor a convertirnos en un ente biológico sin cualificaciones, en nuda vida,
a merced de un enemigo invisible, -un virus-, que puede estar en cualquier
sitio, parece desatar más temores y voluntad de sometimiento que los aparatos
políticos represivos.
Algunas posibilidades para el
futuro
Si bien existe un temor
justificado a que esta crisis termine produciendo una sociedad más represiva,
con mecanismos ultra-sofisticados de biopoder por medio del uso de nuevas
tecnologías o a que sigamos actuando como si todavía estuviéramos en 1990,
creyendo en la virtud de las políticas neoliberales y negando el calentamiento
global, también se abren posibilidades para imaginar otros futuros.
Además de visibilizar las fases
letales del capitalismo y la potencialidad de las recetas neoliberales para
provocar catástrofes humanitarias, esta crisis también ha dejado al descubierto
la complejidad e incluso la peligrosidad de otros ámbitos. En primer lugar, las
medidas de confinamiento han permitido una discusión bastante generalizada
sobre la naturaleza del espacio doméstico. Las feministas han hablado de esto
por casi dos siglos, pero es ahora, cuando un porcentaje importante de la
población tuvo que recluirse en los hogares, que salta a la palestra pública la
conversación sobre la desigual distribución de las tareas reproductivas y de
las cargas domésticas, la violencia intrafamiliar contra las mujeres y la
importancia de los trabajos de cuidado.
En ese sentido, la pandemia ha
ayudado a desestabilizar la noción conservadora de la familia y el hogar como
espacios de paz, seguridad y armonía, ha dejado al descubierto la persistente
división sexual del trabajo y la centralidad de las mujeres en el desempeño de
los trabajos de cuidado que sostienen la vida. El “descubrimiento” y la
visibilización social de un problema puede ser entonces el primer paso para
iniciar procesos de cambio.
La renovada valorización de las
tareas de cuidado y de trabajos antes despreciados es otra de las consecuencias
imprevistas de la crisis. Si bien por el momento mucho de esa valoración se
restringe al terreno de la simbólico, esta podría ser una oportunidad para
rescatar la importancia de los objetos y recursos con valor de uso. También
para entender la trascendencia de los trabajos que permiten la reproducción
social y de las personas que los desempeñan.
En otro orden de cosas, la crisis
también abre oportunidades para reindustrializar localmente y fomentar la
producción interna, sobre todo ahora que se han roto muchas de las cadenas
internacionales de distribución de productos. Es entonces la oportunidad para
una política de desenganche de las lógicas mercantiles de la globalización
neoliberal, así como para el fomento de las industrias nacionales y de la producción
local de alimentos, lo que incluso ayudaría a garantizar la seguridad
alimentaria, sobre todo de los países del Sur global.
Por otra parte, la crisis ha
permitido que revivan las demandas por un estado de bienestar, que cuide lo
público, que tome medidas para la protección de toda la población y que se
convierta en agente de la justicia redistributiva, tomando en consideración las
diferentes expresiones de la desigualdad. Este punto es fundamental ya que para
muchas personas esta discusión estaba acabada.
Desde que hace más de 40 años
Margaret Thatcher dijera que “no hay sociedad” y Ronald Reagan dijera que “el
gobierno no es la solución para nuestros problemas, el gobierno es el
problema”, las ideologías del neoliberalismo habían hecho todo lo posible por
opacar la importancia de un estado al servicio del bien común. Sin embargo, la
crisis ha puesto en evidencia la necesidad de que el estado no solamente ejerza
el monopolio de la violencia y promueva un buen clima para los negocios, sino
de un estado y una sociedad que operen bajo el principio de la solidaridad.
La crisis del Covid-19 ha
permitido también una revalorización de la ciencia al servicio de la humanidad.
Después de la proliferación en las últimas décadas de una gran cantidad grupos
anti-ciencia, anti-vacunas, terraplanistas y de fundamentalistas religiosos
cuestionando algunos principios científicos básicos, esta pandemia vuelve a
posicionar la ciencia en un lugar privilegiado.
Es evidente que la pandemia no se
va a solucionar con vacunas o medicamentos, sino con procesos que lleven a
universalizar el acceso a la salud pública y a una reparación de las
desigualdades. Sin embargo, es de suma importancia reivindicar la producción de
conocimiento científico no instrumental en la creación de nuevos modos de vida.
Finalmente, la crisis podría
servir para reconocer nuestra vulnerabilidad, fragilidad e interdependencia de
la vida humana con la naturaleza y con la vida de otras especies. A lo mejor el
miedo no solo sirva para aceptar de manera sumisa las medidas de biocontrol
desplegadas por muchos gobiernos, sino también para cuestionar un proceso de
acumulación que se ha vuelto necrótico y que ha dejado a su paso la
desaparición de especies, de territorios fértiles, de culturas y de personas.
Esta crisis nos permite ver que
la tragedia no está en el horizonte, sino que está aquí, y que tal vez todavía
estemos a tiempo de imaginar y producir cambios para la construcción de un
nuevo mundo.
https://www.opendemocracy.net/en/democraciaabierta/muerte-control-social-y-las-posibilidades-de-bienestar-en-tiempos-del-covid-19-en/